D. Justo Lacunza, sacerdote de Misioneros África - Padre Blancos,
autor de este artículo, en la conferencia que impartió en Tetuán,
a los participantes en la Peregrinación entre las Dos Orillas.
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"Pensé que cada emigrante africano que saltó la valla acarreaba, anudado en el alma, un microcosmos de experiencias, dolores y suspiros. Pero también de alegrías duraderas y de logros impensables. Será difícil borrar la imagen de África en la valla."
Las imágenes
escalofriantes de los emigrantes africanos, trepando como hiedras furtivas por
la valla metálica de Melilla han dado la vuelta al mundo. Una imagen inverosímil,
plateada, con reflejos sombríos de una luna creciente que parecía sacada de la
Guerra de las Galaxias. Africanos encaramándose en una contra reloj infernal, a
pesar de la dureza enzarzada de un camino luctuoso y desolador, para llegar a
la ansiada meta. Agarrándose fuertemente a los rombos de alambre y cruzando la
frontera melillense para entrar en el paraíso del territorio nacional. Una
mezcla de euforia y cansancio, emoción y lágrimas. Contra viento y marea,
gendarmes y guardias, tapias y alambrados.
Es para
contarlo. Tenían la palma de la mano en Marruecos y los dedos doblados en
España. Me imaginé por un momento que estaba viendo un documental de algún
conflictivo país tropical, perdido en la lejanía geográfica del nuestro
planeta. ¿Vietnam, Kenya, Camboya, Somalia, Laos, Nigeria, Libia? O quizás era
la multiplicación de los batman, que se habían enganchado como murciélagos a las
telarañas de acero y aluminio en un alarde de maña y destreza, ingenio y
habilidad. O quizás eran los estudios vanguardistas para la realización de un
film con figuras deformadas por la rabia, el horror y la persecución. O una playstation japonesa para agilizar los
dedos pulgares, alborotar la mente y poner alrededor del alma alambre de
espino. De esos videojuegos, relucientes como la publicidad chillona de los kingburger, que arrasan las ventas y dejan
a los clientes con los ojos desorbitados. Además de ignorar el sabor imaginario
de los saldos y costar un ojo de la cara.
Pero, no era
así. Soñaba con otros mundos escondidos, pero todo era terriblemente real y auténtico.
Ocurría en nuestras fronteras. Continuaban pasando por mi memoria los retazos
de film de los años ’60 en Soweto (Sudáfrica) y en Alabama (Estados Unidos).
Con el aullido inconsolable de los perros policía de un lado y el pavor inaudito
de las caras aterradas del otro. Siempre la valla en medio. Tuve que trasformar
el remolino de las tripas en sosiego del alma, empresa no fácil, sobre todo al
final de la jornada. Todo se pasaba en Melilla, aprovechando el final del
verano y disfrutando, por así decirlo, de la luz de la luna. En una ciudad de
África de la que en el pasado oíamos decir, “mala suerte, me ha tocado hacer la
mili en Melilla”. Porque aquello estaba lejos, había que ir a África y cruzar
el mar. Allí había moros, musulmanes y gente rara. De aquellos que rezaban por
tierra y miraban a la luna, hablaban como si estuvieran siempre enfadados y se
alimentaban de cuscús. Cuántos relatos se acumulan en el desván de la mente
humana. Con el pasar del tiempo aprendes a ir con el cursor de la memoria a
desempolvar las carpetas. Te parece que las habías borrado, pero ahí están en
el disco duro de tu vida personal. Todos llevamos un archivo empolvado, unas
herramientas inestimables y una experiencia irrepetible. Los sabios, precavidos
y expertos llaman “identidad”. Es una de esas palabrejas que se lleva mucho hoy
en día, empezando por el DNI. Un vocablo que dice bien poco de lo que realmente
eres, pero que te sirve para no tener que acabar esquivando preguntas incómodas
e intentando con la mente saltar alguna valla casera.
Hoy parece que las
cosas han cambiado de un lado y de otro de la valla en Melilla, aunque uno duda
siempre de las ideologías, viendo y constatando la realidad. Para muchos la
valla es maldita, feroz y abominable. Te cierra el paso, aunque no a cal y
canto, y te convierte, cuando menos piensas, en araña trepadora. Para otros la
valla es segura, fuerte e infalible contra cuerpos foráneos y extraños. Por
aquello de “nosotros y ellos”, la expresión más repetida de todos los tiempos.
Porque en ese “nosotros” metemos un sin fin de cosas: ciudadanos, territorio,
leyes, derechos, orgullo nacional, identidad nacional, lengua nacional,
derechos humanos, libertades, democracia, estado de derecho y hasta estado
lamentable. En el “ellos” ponemos: extranjeros, forasteros, ilegales, sin
papeles, tercer mundo, subdesarrollados, refugiados, pobres, emigrantes, etc.
Mundos paralelos que a veces se encuentran y engranan, pero que con frecuencia chocan y combaten sin piedad.
Los ingleses hablaban
de aliens, que sería el equivalente
del barbaroi, utilizado por los
autores griegos. O con otras palabras más directas: extranjeros, bárbaros,
ilegales, inmigrantes, los de la otra orilla, los otros, los alienados. Y uno recuerda
alguna cosa entre las muchas que ha escuchado en los últimos meses: “Reclamamos
Gibraltar y seguimos en Ceuta y Melilla”. Siempre con eso de “nosotros”
(españoles) y “ellos” (ingleses). Ya lo sabemos, cuando se tocan las cuerdas
arrugadas de la tradición y se escuchan las voces recriminatorias de la
historia, el razonamiento resulta áspero y difícil, por no decir brusco e
imposible. Pero no nos llevemos a engaño, lo de “nosotros y ellos” existe en
todas las lenguas, dicho con más o menos prosopopeya y explicado con más o menos
elocuencia. Y cuando tocamos el campo de la cultura o sonamos la partitura de
la religión, entonces corremos el riesgo de acabar mareados en las aguas
turbulentas de la discordia, el enfrentamiento y la polémica. Porque nos
imaginamos que “el nosotros” es como la caja mágica donde todo es sano y bueno,
fuerte y lozano, genial y saludable. En cambio “el ellos” suena a todo lo
contrario, o por lo menos así lo pensamos muchas veces, aunque no lo digamos. Ah!,
y luego, para complicar más aún las cosas, te encuentras con lo de “creyentes e no creyentes”, “musulmanes
y no musulmanes”, “cristianos y no cristianos”, “izquierdas y derechas”, “los
del norte y los del sur”, “ciudadanos y no ciudadanos”, “nativos y
extranjeros”, “blancos y negros”. Y siempre, en el fondo de todo, lo de “nosotros y ellos” en infinidad de
ofertas, colores y presentaciones. Aquí y en todas partes. Todo depende del
lugar donde uno se encuentra y de la identidad que uno lleva, tanto impresa en
la piel como oculta en el alma.
Lo que había
visto y escuchado en la tele era la vida real. Los avatares dolorosos del destino
habían hecho de ciudadanos africanos los impensables protagonistas, que
trepaban con agilidad, brío y coraje con la mirada puesta en la tierra
prometida. Una España acosada, amarrada y apretada por la crisis. Esa detestable
palabra rompecabezas que te empuja inexorablemente a escarbar por los rastrojos
del paro, a rastrear los páramos de lo desconocido, a buscar en los altiplanos
de lo utópico. El vocablo repelente e irrefrenable, de los mil pliegues y
significados, enigmas y crucigramas. Lleno de promesas vacías, de espejismos
nocturnos y de sueños irrealizables. Porque la crisis se ha convertido en una
valla violenta, abrumadora e infranqueable para millones de ciudadanos. Conseguir
el pan de cada día es la peor aventura de la vida.
El eco eufórico
del “oléoléolé” de los africanos en la playa, después de la intrépida odisea
mediterránea, deja entrever otros mundos revueltos en los que la inseguridad,
la violencia y la pobreza se han adueñado de las vidas de millones de personas.
Los llegados al otro lado de la valla habían dejado atrás a sus familias,
obligados a abandonar sus hogares y a marcharse de la tierra que los vio
nacer. Por el motivo que sea. Guerras,
hambre, conflictos, miedo, abandono, racismo, discriminación. En busca de un
futuro sin el acoso diario y punzante de la indigencia, el sufrimiento y la
miseria. Errantes por caminos de barro y polvo. Como romeros, viandantes y
peregrinos por cañadas, valles y desiertos. O en embarcaciones escacharradas,
botes de goma y pateras de mala muerte. Porque el Mediterráneo se ha convertido
en el gran cementerio de los muertos que no consiguieron saltar la valla, nadar
hasta la orilla, llegar a la playa. Muertos y difuntos sin nombre ni sepultura. Sin que les rindieran el homenaje
póstumo de un puñado de tierra y una plegaria al cielo. Pero eso sí, la
dignidad humana ni la muerte consiguió arrebatarles.
Los
supervivientes de las zozobras en el mar llegan hacinados, agolpados y
explotados. Con billete de sólo ida, a merced de las borrascas marítimas y de la
intemperie humana. En las manos criminales de quienes los tratan con desdén, despreciándolos
como esclavos porque son de piel negra. Los encadenan en las redes de la
delincuencia, de la prostitución y de la droga, si quieren comer las migajas
humillantes que los mantengan en vida. Y a las primeras de cambio aflora sin
piedad el grito de las amenazas, del desprecio, del empujón. Para que se
marchen de una vez. Que desaparezcan del horizonte para no verlos jamás. Que se
echen a la carretera, al monte o a la mar. Con lo puesto y nada más. Sin trabas
ni engorros, sin equipaje, sin bártulos. A lo más la botella de plástico con agua
para mojar los labios durante la maldita travesía, si llegas incólume y con
vida a la meta de tus infinitos sueños y proyectos. Eso sí, te han estrujado
como un limón y te han chantajeado sin piedad. Con frecuencia te has sentido
como un maltrecho samaritano en mano de salteadores, bandidos y atracadores. Porque
en las pateras destartaladas de la muerte el pasaje está siempre completo y
nunca asegurado. Sino pagas al contado no viajas. Te quedas tembloroso en la orilla
del olvido y el ansia. Con la mirada deshabitada y la mente medio apagada. Con
el corazón azotado por el oleaje de los sollozos. La regla del “crucero” la
saben todos: de perdidos al agua. Esto no es ciencia ficción, sino la dura,
monstruosa y cruel realidad de nuestro tiempo. Cosida y desfigurada, ultrajada
y clavada en los africanos, convertidos por una noche en hombres araña. Trepaban
por los aires en zigzag, encaramados a una red de metal, rompiendo el silencio
de una noche de luna. Contemplé atónito e incrédulo África desdibujada,
movediza y maltrecha en la valla fronteriza de mi propio país. Y nos dicen que
miles esperan el momento oportuno para correr como galgos, serpentear por el
monte, cruzar el charco “a patera” y con buena suerte quizás trepar por la
valla.
Los años de mi
vida en África pasaron a velocidad de vértigo. Como un video de YouTube que te
deja perplejo, atolondrado e incrédulo. Abre tu alma a otros mundos que nunca
pensaste que pudieran existir. Vuelves a ver el video y te quedas atónito,
boquiabierto y con los ojos saltones. O te emociona y te despeja el alma. O te causa
dolor y te aguijonea. O te empuja a seguir luchando, transformando la furia en
fuerza motriz. Diariamente, sin pisoteos ni fanfarronadas, con dignidad y
libertad. O te sacude por dentro de tu inercia existencial y te despierta de tu
letargo encallecido.
Las rápidas
imágenes en blanco y negro de los ágiles trepadores africanos fueron como un
latigazo sordo en los lomos. Revivieron en mí las grietas de la indiferencia,
la rabia incandescente de las manos atadas, la inquietud tenaz de seguir
creyendo en una humanidad mejor. En cualquier rincón, lugar y paraje del
planeta. Pensé que la naturaleza es con frecuencia más clemente y compasiva que
la tirria agresiva y la roña devoradora de los traficantes sin escrúpulos, de
los mafiosos sanguinarios, de los contrabandistas con piel de lobo. De los que
piensan que el mundo está dividido entre “señores” y “esclavos”. ¿Etiquetas
demasiado duras? Basta otear el horizonte de nuestro mundo, mirar a las cosas
de frente y analizarlas sosegadamente. Sin prisas ni condenas, sin enfados ni
rodeos, sin irritación ni sofoco. Viendo
trepar a los emigrantes africanos, preferí quedarme con la imagen de la
solidaridad indefectible y de la mano tendida al extranjero, de las cruces
rojas en los chalecos de médicos y enfermeras, de los brazos acogedores de los
voluntarios haciendo de muletas a los heridos, cojos y desvalidos. Pensé que la
bondad y la ternura, traducidas en miles
de elocuentes gestos, enjuagan el dolor, curan las llagas y sobre todo construyen
el respeto y la libertad, el amor y la paz entre los pueblos de la tierra. Porque
las leyes sin humanidad son letra muerta y además matan el presente y el futuro.
El verano estaba
ya plegando sus alas y el viento se había retirado a la sierra. La luz de la
luna había barrido de nubes flotantes el firmamento. La noche de los trepadores
africanos continuó su curso imparable a la espera de las primeras luces del
alba. La marea continuaba bañando la playa con el ritmo pausado de las olas
apelotonadas. Pensé que cada emigrante africano que saltó la valla acarreaba,
anudado en el alma, un microcosmos de experiencias, dolores y suspiros. Pero
también de alegrías duraderas y de logros impensables. Por haber llegado a
puerto seguro después de un largo y penoso viaje. Al final de una turbia y horrenda
odisea. Con el salitre en el cuerpo y el estigma en el alma. Será difícil
borrar la imagen de África en la valla.
Justo Lacunza Balda
20 de Septiembre 2013
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